Orquesta Los Truchas
Allá, a mediados del los años 1950, cuando en Sandoval de la Reina habitaba más de medio millar de personas, hubo una, así llamada, «Orquesta Los Truchas», formada por sandovaleses.
En esta primera parte recogemos lo oído en el pueblo y más abajo, en un cuadro de fondo blanco, el relato hecho por Salvador Alonso, uno de sus miembre, en primera persona.
En su repertorio, entre otras, estaban Mi vaca lechera, Doce cascabeles, Cheri te quiero (Mustaphá) y La Compañera.
Se les daba bien.
Era un grupo sencillo, con dos o tres componentes, que iba a las casas donde entonces se reunían los hombres y las mujeres a charlar y a bailar. Primero fue en la Barbería, donde hacía de barbero Raimundo Fontaneda, que después fue casa de Hilarino Dehesa. También en la Fragua había buenas reuniones.
En estos sitios, para muchos, el tiempo no corría y hablaban y hablaban. Decían algunos, "mi padre no vuelve a casa", y es que estaba de cháchara allá.
Después fue en el Casino, una casa particular donde se reunía mucha gente, que hizo las veces de lo que antes cumplían la Barbería y la Fragua.
Allá, a la Barbería, acudía la Orquesta Los Truchas, a animar las reuniones y tocar para el baile.
También acompañaban a Raimundo Fontaneda, el barbero, cuando iba fuera, a Tapia, a Guadilla de Villamar, a cortar el pelo a la gente. Cortaba el pelo en las cantinas, en Guadilla donde "La Pelos".
A la batería, que era una caja de pescado, estaba Salva y Bonis tocaba la armónica y los platillos, que eran de chapa, acompañados de una esquila de oveja, (Salvador Pérez y Bonifacio Vegas). No sabemos si había un tercer componente estable o esporádico.
Sabemos que Millán Vegas tocaba la flauta, y la tocaba bien. En carnaval tocaba desde una ventana.
Se dice que Bonis tocaba una flauta hecha con el mango de una escoba, que entonces eran de caña hueca.
Este es el relato hecho en primera persona por Salva Alonso, recogido y remitido por su yerno Tony García: (Salva, Bonis y Millán) - Los Truchas. LA ORQUESTA DE LOS TRUCHAS La orquesta, formada por dos miembros estables, inició su andadura musical en el año 1954 ensayando y organizando alguna fiesta en una de las cuadras del señor Ricario. Este tenía una granja y cedió a la banda de Los Truchas un lugar en donde tocar y, allí, se inició un camino que duraría cerca de cuatro años. Poco a poco, tras varios conciertos en la cuadra, comenzaron a tocar también en una de las cuadras del señor Aquilino, cerca de donde hoy vive José Fuente. Aquilino tenía tres hijas. Cuando la banda organizaba alguna fiesta al son de sus canciones, aquellas acudían junto con sus amigas y allí se congregaban muchas de las mozas y mozos de Sandoval para escuchar y, sobre todo, bailar con aquella banda de músicos autodidactas. Salvador, que contaba con diecisiete años de edad, se había construido una batería usando sus conocimientos de carpintería. Su padre, él mismo y sus hermanos eran los carreteros de Sandoval y conocían muy bien cómo trabajar la madera. Sobre un trípode de madera, con una altura de ochenta centímetros, Salvador colocó una tabla en cuyo lado derecho instaló una esquila (cencerro pequeño en forma de campana) y al lado contrario un tamborcillo pequeño. De ese mismo lado izquierdo del soporte surgía una varilla con una pandereta elevada sobre el tambor. En la parte inferior instaló un bombo construido con un bidón de gasoil cortado a la mitad, una piel de cordero y todo apoyado sobre un soporte de madera en el que situó una bola de madera, a modo de maza, que mediante un muelle se accionaba con el pié para hacerle sonar. Así, los inicios de esta peculiar banda transcurrieron, entre ensayos y fiestas, en las cuadras del señor Ricario y del señor Aquilino, en palabras de Salvador Pérez, percusionista del grupo. Pronto corrió la voz de la existencia de estos músicos y, no a mucho tardar, surgiría la oportunidad de tocar en otros pueblos. Esta pequeña fama abrió la puerta a nuevos lugares donde hacer sonar su música y, así, solicitaron las llaves de la Casa del Ayuntamiento al Alcalde de Sandoval para poder hacer fiestas y tocar allí. Organizaron muchos bailes a los que acudían todos los mozos y mozas del lugar. En este punto es cuando se incorpora el hermano de Bonis, Millán, que tocaba la dulzaina castellana. Este tercer miembro se añadió al dúo inicial y solo tocaba cuando iban allí, a la Casa del Ayuntamiento de Sandoval. La necesidad de desplazarse por el pueblo para dar sus conciertos obligó al dúo a acondicionar la bicicleta de Salvador. Había que buscar, con tanto trajín, un medio en el que llevar los instrumentos de percusión. Así, instaló una maleta grande para poder transportar su peculiar batería, que era desmontable. La fama se extendió y un día fueron a tocar al bar de Ángel. También fueron a la casa de Raimundo, barbero del pueblo. La gente se arremolinaba en la puerta de la barbería a fin de poder escuchar los pasodobles y canciones de la época con que les obsequiaban aquellos. Les ofrecieron ir al bar de Tapia, un pueblo a pocos kilómetros de Sandoval. Estos, llenos de entusiasmo y ganas, aceptaron. Llegó el día en que acudió Raimundo a Tapia, como ocurría con cierta frecuencia, para ejercer su profesión de barbero y cortar el pelo a quien lo necesitara. Pero en esta ocasión no iba solo. Llegó con una enorme maleta en su moto, donde iba la batería de aquel grupo que, días antes, había tocado en su casa. Raimundo llegó como el anuncio de los dos músicos que llegaron, poco después, a lomos de sus bicicletas. El brillo de sus ojos acaparaba la luz del atardecer sobre las tierras. Esos campos ocres, del color de la carne, sobre los que el Sol pinta los sueños de aquellas gentes que miran, cada día, al cielo. Las nubes, hinchadas de humedad, se escurrían por el horizonte y el cierzo ya buscaba un sendero para colarse por los callejones y las huertas. Raimundo primero, Bonis y Salva después, buscaron el calor en el bar de María. Hechas las presentaciones, el dúo de músicos comenzó a prepararse. Como anécdota, cuenta Salvador, que pidió una palangana de agua a María, quién se quedó sorprendida por dicha solicitud. El agua no tenía otra utilidad que la de mojar los palos que formaban el trípode para que se ajustasen adecuadamente al tablero sobre el que se sustentaba la peculiar batería. Como el bidón se había quedado en el local de ensayo, esto es, en la cuadra de Sandoval, Salvador no dudó en utilizar el mostrador del bar a modo de bombo. La actuación fue un gran éxito. Todo el pueblo acudió a verles. Las gentes bailaron hasta cansarse. El barbero pasó el sombrero y le llenó de monedas. La música continuó hasta pasadas las diez de la noche. Una vez acabó el concierto, el barbero invitó a todo el mundo allí presente con el dinero recaudado. Fue un día memorable para los músicos y para las gentes del lugar. En aquellos tiempos, cualquier momento de diversión era de agradecer porque la vida nunca ha sido fácil. Hoy tampoco lo es. Pero entonces el frío y el trabajo no perdonaban con toda su dureza, en una continua lucha por sobrevivir. La música y un baile eran una bocanada de esperanza y aire fresco detrás de las miradas y las sonrisas de una sociedad con pocos horizontes, sobre todo para las mujeres, pero anegada de sueños y quién sabe si quizás de alguna esperanza sólo confesada a las estrellas. En fin, así fue como aquellos músicos tocaron en repetidas ocasiones en los bares de los pueblos vecinos de Tapia, Guadilla de Villamar, Villavedón y, alguna vez, en Palazuelos. Por supuesto, la Fragua y la Barbería de Sandoval siguieron siendo un lugar de baile y charla, donde alejarse de la rutinaria y dura realidad, envueltos por las notas de aquellas pegadizas canciones, Mi vaca lechera, Doce cascabeles, Cheri te quiero, La Compañera y otras tantas con las que Los Truchas inundaban el aire al calor de las gentes de este pequeño pueblo castellano. Ahora, bien es verdad que todo tiene sus inconveniencias y un día el yerno del alcalde les advirtió que la Sociedad de Autores iba a enviar a un inspector porque tenían noticias de la existencia de un grupo musical en Sandoval de la Reina y, como tales músicos, debían pagar las correspondientes tasas a dicha Sociedad. Al paso de unos días, se presentó en el pueblo un inspector. Afortunadamente, tras constatar que se trataba de un mero pasatiempo y afición fuera del ámbito profesional, no puso ningún impedimento para que los músicos continuaran dando sus recitales para alegría de las gentes que bailaban al son de las canciones de Los Truchas. Y, bueno, en esta vida nuestra todo tiene su fin. Los Truchas dieron sus dos últimos conciertos en la Posada de Marisita y en la Barbería, en dos emotivos bailes. Así, en 1958, transcurridos cuatro años desde la formación del dúo, Salvador, Bonis, el grupo, ya nunca volvió a tocar. El percusionista fue llamado al servicio militar y se incorporó a filas. A su regreso ya nada era igual… pero eso seguro que es otra historia.
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Relato concluído en septiembre de 2018 y publicado en diciembre de 2018. |
Correo electrónico de Pablo Ortín (01/01/2019):
Me he alegrado mucho del relato de Salvador Pérez, ya que en los veranos de 1955, 57 y 58, últimos de niño con entre 8 y 10 años, ya sabíamos mi hermano Ramón y yo (los mellizos) de la existencia de este grupo de música amateur, y contado por la hoy su esposa Concha Calvo, que con cariño en ocasiones cuidaba de nosotros y nos unía gran amistad. Asimismo, creo que en el pueblo había otro barbero, al menos nos cortaba el pelo a nosotros, llamado Domingo [García Díez, zapatero] y casado, creo recordar, con una tía de Concha, hermana de su padre que se llamaba Agripina [García González, de Cuevas de Amaya], y vivía en la casa antes de llegar al puente romano. Un abrazo a toda su familia.
En esta foto, cortesía de su hija Ana Isabel, vemos
a Boni Vegas tocando la armónica, seguramente en
un guateque, como los que se podían celebrar en Sandoval.