Alfonso VI y
el Camino de Santiago
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Durante casi trescientos años tuvieron que
sufrir las razzias de los musulmanes en condiciones de inferioridad,
llevando y manteniendo a duras penas la frontera por la línea del
Duero y la Rioja, expuestas a constantes peligros.
Pero las cosas mejoraron después de la espectacular caída del
califato de Córdoba (1031) y de la unión de los reinos de León y de
Castilla (1037). De una parte, los reyes quedaban convertidos en
líderes de la lucha contra el Islam (Toledo, 1085) y en principales
beneficiarios del oro y de la plata que en forma de tributos (parias)
llegaban de los reinos de taifas, y de otra, en el interior,
consolidada Navarra e incorporada la Rioja a Castilla (1076), se
hacía viable por vez primera una planificación general del espacio
en torno al eje abierto en tiempos de Sancho III el Mayor de
Navarra. En adelante las tierras al norte del Duero, entre Galicia y
los Pirineos, podían ser franqueadas sin mayores obstáculos y
soportar convenientemente nuevos impulsos colonizadores.
Los reyes, en lo suyo, invitaron a venir; como los nobles en los
territorios donde ejercían señorío. Se ofrecía una tierra abierta,
virgen, una tierra de frontera y de misión. Se necesitaban brazos
para afianzar las conquistas, para explotar el éxito económico
derivado de las nuevas roturaciones y de las actividades urbanas,
artesanales o comerciales, y, en el plano ideológico, para implantar
el orden feudal vigente al otro lado de los Pirineos. Al reclamo
llegarían resueltos, de dentro y de fuera de los reinos, caballeros
guerreros, monjes reformadores e individuos anónimos de los más
variados oficios en busca de fortuna. La Península Ibérica
enlazaba con Europa y el Camino de Santiago pudo al fin convertirse
en un fenómeno de masas, escaparate del progreso y punto de
encuentro de las culturas europeas.
Si fuera por concretar en el tiempo este conjunto de circunstancias
favorables, tendríamos que remitirnos primeramente al reinado de
Alfonso VI y al de su coetáneo navarro
Sancho Ramírez.
Gracias a su empuje se dieron pasos de gigante en el proceso de
aproximación a Europa, dando entrada a las corrientes
reformadoras dominantes al otro lado de los Pirineos: monjes
cluniacenses puestos al frente de monasterios y episcopados, nobles
franceses que contraen matrimonio con hijas del rey, la letra
francesa que sustituye a la letra visigoda o la liturgia romana a la
mozárabe, el arte románico..., y, en cuanto al Camino, promoción
y seguridad como nunca antes.
Quienes se han acercado a la obra de Alfonso VI -entre otros,
historiadores de la talla de J. A. García de Cortázar, 1. Ruiz de la
Peña, C. Estepa, J. M. Mínguez o P. Martínez Sopena-, han reconocido
los esfuerzos del príncipe por mejorar las vías de comunicación,
garantizar la seguridad física de mercaderes y peregrinos, dotarles
de centros asistenciales o reorganizar la vida ciudadana mediante la
concesión de fueros liberalizadores. La Crónica del obispo don
Pelayo de Oviedo, escrita poco después de la muerte del monarca,
dice en tono complaciente que mandó reparar todos los puentes
existentes entre Logroño y Santiago. El creó un espacio
privilegiado a lo largo del Camino con medidas de tutela jurídica,
unas veces eliminando trabas, como el impuesto que gravaba a los
transeúntes en Autares, a la entrada del reino de Galicia, y otras
veces, más bien, incentivando judicial y fiscalmente el desarrollo
de las actividades comerciales y artesanales con la concesión de
fueros francos como los de Logroño (1095), Nájera (1076), Sahagún
(1085) o Villafranca del Bierzo (1092).
Para el caso de Burgos, el reinado de Alfonso VI significó la
consagración definitiva como punto clave del Camino y referencia
esencial de las nuevas corrientes venidas de fuera. La instauración
de la sede episcopal (1075), la celebración de un concilio nacional
que aprobaba el cambio de liturgia (1080), la fundación de los dos
primeros hospitales (1085), la exención fiscal de mañería a
sus pobladores, castellanos o francos (1103), debieron de llamar la
atención de los ciudadanos por lo que representaban de cara a su
integración en los círculos económicos y del pensamiento dominantes
en Europa. La nueva cultura feudal no podía hallar mejor embajador
que San Lesmes y sus monjes franceses instalados a la entrada de la
ciudad con el apoyo del rey y el beneplácito de la ciudadanía (F. J.
Peña Pérez, 1997).
Doña Urraca y
el Camino de Santiago
La política europeísta y jacobea de Alfonso VI se mantuvo casi sin
fisuras durante el gobierno de sus sucesores. Es verdad que a su
muerte sobrevino un periodo delicado marcado por la
conflictividad social y política. La ocasión vino dada por el
matrimonio de su hija y sucesora, la reina doña
Urraca, con Alfonso el Batallador, rey de Aragón, en segundas
nupcias, desplazando de la sucesión al infante Alfonso Raimúndez, el
futuro Alfonso VII, habido de su primer matrimonio con el noble
francés Raimundo de Borgoña. La ruptura matrimonial, el año 1114,
lejos de mejorar las cosas, daría lugar a una serie de
enfrentamientos armados. Desconfiando de la nobleza
castellanoleonesa, el aragonés retuvo parte de su poder en Castilla
entregando plazas fuertes de la zona a nobles navarros y aragoneses
(Nájera, Belorado, Burgos, Castrojeriz, Carrión de los Condes), cuya
recuperación en forma violenta por los castellanos sería de nuevo
fuente de conflictos hasta que el Batallador fuera expulsado de la
plaza de Castrojeriz, último baluarte, el año 1131.
Aquellos años debieron de ser incómodos para los peregrinos.
La centralidad del Camino atrajo a los contendientes que procuraron
su control en claro perjuicio de las infraestructuras viarias,
comerciales y asistenciales, principalmente en el tramo de Tierra de
Campos, fronterizo a las áreas de influencia de unos y de otros. La
Historia Compostelana dirá que los partidarios del aragonés
dilapidaban los bienes de los hospitales donde se hospedaban los
peregrinos. Pero no sólo los guerreros. También los agricultores,
los artesanos y los mercaderes de los grandes núcleos protagonizaron
revueltas contra los señores en un intento por mejorar sus
posiciones. Sabemos lo que sucedió en Sahagún, en Lugo y en el
propio Santiago por los años 1110-1120. Sin embargo, los
conflictos sociales no alteraron gravemente el flujo creciente de
las peregrinaciones. Si acaso crearon molestias, como le sucedió
al arzobispo de Compostela Gelmírez que en 1119 estando en Sahagún
camino de Burgos tuvo que desviarse hacia Palencia en busca de la
protección del obispo de la ciudad. Pero el Camino había
adquirido ya una fuerza irrefrenable y hasta los mismos
contendientes le apoyaron. La reina Urraca promoverá la
repoblación de Villafranca del Bierzo, mientras Alfonso el
Batallador otorgaba un fuero de francos a la villa de Belorado.
Una vez restablecida la paz y durante más de una centuria, hasta
mediados del siglo XIII, debió lograrse el apogeo de las
peregrinaciones. De una parte, seguían firmes los valores
religiosos. La mayoría de quienes iniciaban el camino arrancaban
movidos por impulsos de fe, por la esperanza de recuperar la salud,
en cumplimiento de un voto o de una promesa, como castigo o
penitencia. De otra, con un camino elevado a la categoría de
cuestión de Estado, persistía el apoyo de las instituciones y de los
poderes feudales, desde la Corona hasta el último señor de la
nobleza.
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Fuente:
"El Camino de Santiago. Una visión histórica desde Burgos". pgs.
86-89
Luis Martínez García. Ed. Cajacírculo Obra Social. 2004
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